miércoles, 10 de septiembre de 2014

Entierro del Señor de Orgaz

El Entierro del Señor de Orgaz. Realizado entre 1586 y 1588.

Posiblemente, el cuadro más famoso del cretense, en el que se escenifica una vieja tradición toledana, un hecho milagroso sucedido en la época medieval y cuya celebridad no había llegado a traspasar los límites locales: el entierro del señor de Orgaz a manos de San Esteban y San Agustín en recompensa por su humildad, su devoción a los santos y sus obras de caridad hacia diversas instituciones eclesiásticas.

Según los cronistas toledanos del siglo XVI, don Gonzalo Ruiz de Toledo, notario mayor de Castilla y señor de la villa de Orgaz (el título de Conde sería otorgado a sus descendientes en 1520) había llevado una vida llena de “obras santas”. Al fallecer en 1323, dando muestras de humildad, nos dice Pisa, que quiso ser enterrado en la iglesia de Santo Tomé, en un sepulcro de piedra tosca, junto a la pared última y más apartada del coro, a la parte derecha según entramos por la puerta occidental. Dispuso que los vecinos de Orgaz, cada año, hicieran una contribución en dinero y especies para los clérigos de la mencionada iglesia y para los pobres de la parroquia y otro tanto para el monasterio de San Agustín, con la obligación que un predicador del monasterio predicase ese día en Santo Tomé. Su virtud no quedo sin recompensa, ya que según Pisa que sigue el relato de Alcocer, “fue llevado su cuerpo a sepultar a la iglesia de Santo Tomé, fabricada por él; y estando en medio de ella puesto, acompañándole todos los nobles de la ciudad y habiendo ya la clerecía dicho el oficio de difuntos, y queriendo llevar el cuerpo a la sepultura, vieron visible y patentemente descender de lo alto a los gloriosos santos san Esteban protomártir y san Agustín con figura y traje que todos los conocieron; y llegando donde estaba el cuerpo, lleváronle a la sepultura, donde en presencia de todos le pusieron, diciendo: tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve.

Durante dos siglos y medio el milagro siguió vivo en la memoria de los toledanos gracias al sermón que anualmente daban los agustinos en Santo Tomé, pero no tuvo transcendencia fuera de Toledo. El cura de Santo Tomé, don Andrés Núñez de Madrid, tras litigar y vencer a los vecinos de Orgaz que ya no querían pagar la donación anual, e intentar recuperar la figura de don Gonzalo Ruiz de Toledo y el milagro, se le ocurrió encargar un gran lienzo que hiciese inmediatamente visible el carácter funerario de la capilla y la significación del prodigio. En el acuerdo a que llegó con El Greco el 18 de marzo de 1586 se especificaba el contenido parcial del lienzo: “…se ha de pintar una procesión de cómo el cura y los demás clérigos que estaban haciendo los oficios para enterrar a don Gonzalo Ruiz de Toledo señor de la villa de Orgaz y bajaron San Agustín y San Esteban a enterrar el cuerpo de este caballero, el uno teniéndolo de la cabeza y el otro de los pies echándole en la sepultura y fingiendo alrededor mucha gente que estaba mirando y encima de todo esto se ha de hacer un cielo abierto de gloria…”. En la parte baja las instrucciones eran precisas de lo que debía pintar, mientras que en la escena superior se daba gran libertad. El Greco aprovechó esta circunstancia para crear una de las obras más complejas y rica de significado, tanto en el sentido formal como el teológico, si bien no quedó libre del consiguiente pleito por la tasación del cuadro.

La obra quedará estructurada en dos escenas, la composición de la parte baja rememora con exactitud una misa de difuntos. El fiel (espectador) es conducido a través del paje, que con su gesto nos llama la atención. Es el único personaje que tiene una identificación concreta, en el pequeño pañuelo que lleva en el bolsillo está la firma del pintor y el año 1578, año del nacimiento de Jorge Manuel, el hijo del cretense, que al realizar esta composición contaría con nueve años de edad. Sobre un fondo neutro, creado por la disposición de los testigos, dispone el choque cromático marcado por la escena central. San Agustín, anciano y barbado, viste mitra y capa pluvial en la que aparecen representado Santa Catalina, Santiago y San Pablo, sostiene la cabeza del difunto cuyo cuerpo se dispone a ocupar la tumba. A los pies, San Esteban la dalmática en la que está bordada la escena de su martirio.

La presencia de los <<insignes varones>>, ataviados a la moda del siglo XVI, con el negro español, refuerzan el valor testimonial del milagro que presencian en silencio y muy ensimismados. Una gestualidad contenida crea la atmósfera propia del milagro. El Greco, estilísticamente, resuelve, esta parte baja, con toda la fuerza del realismo aprendido del arte italiano. Realista es la atención a las texturas y al cuidado de las superficies.

La irrealidad preside la parte superior. Lo que abajo es escala humana, arriba se transforma en un canon descorporeizado. La monocromía más abundante en el funeral, va dando pasos a luces irreales y colores centelleantes. La quietud inferior da paso al dinamismo de los escorzos, como el ángel que porta el alma del difunto. La composición superior se centra en la <<deesis>> bizantina, es decir, Cristo, la Virgen y San Juan, El Greco se inspira en el texto litúrgico propio de la misa de difuntos que lee el párroco <<…que los ángeles te conduzcan al paraíso y que los mártires te reciban a tu llegada y te lleven a la ciudad de Jerusalén. Que el coro de ángeles te reciba para que puedas descansar eternamente con el que fuera el pobre Lázaro>>.

El Greco, como ya hiciera Tiziano, incluye entre los bienaventurados el retrato de Felipe II, en una posible muestra de generosidad y respeto hacia el monarca que lo había rechazado.

El espectador contempla un teatro sagrado de múltiples significados. El reconocimiento de las buenas obras, la intercesión de la Virgen y los santos, la existencia de un juicio individual del alma, previo al juicio universal. Una lección como quería el Concilio de Trento, una <<biblia de los iletrados>>. El Greco deja ver todo su carácter intelectual lo que la convierte en una verdadera parábola, visual y teológica.

David J. Calvo Rodríguez

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