El Entierro
del Señor de Orgaz.
Realizado entre 1586 y 1588.
Posiblemente, el cuadro más famoso del
cretense, en el que se escenifica una vieja tradición toledana, un hecho
milagroso sucedido en la época medieval y cuya celebridad no había llegado a
traspasar los límites locales: el entierro del señor de Orgaz a manos de San
Esteban y San Agustín en recompensa por su humildad, su devoción a los santos y
sus obras de caridad hacia diversas instituciones eclesiásticas.
Según los cronistas toledanos del
siglo XVI, don Gonzalo Ruiz de Toledo, notario mayor de Castilla y señor de la
villa de Orgaz (el título de Conde sería otorgado a sus descendientes en 1520)
había llevado una vida llena de “obras santas”. Al fallecer en 1323, dando
muestras de humildad, nos dice Pisa, que quiso ser enterrado en la iglesia de
Santo Tomé, en un sepulcro de piedra tosca, junto a la pared última y más
apartada del coro, a la parte derecha según entramos por la puerta occidental.
Dispuso que los vecinos de Orgaz, cada año, hicieran una contribución en dinero
y especies para los clérigos de la mencionada iglesia y para los pobres de la
parroquia y otro tanto para el monasterio de San Agustín, con la obligación que
un predicador del monasterio predicase ese día en Santo Tomé. Su virtud no
quedo sin recompensa, ya que según Pisa que sigue el relato de Alcocer, “fue
llevado su cuerpo a sepultar a la iglesia de Santo Tomé, fabricada por él; y
estando en medio de ella puesto, acompañándole todos los nobles de la ciudad y
habiendo ya la clerecía dicho el oficio de difuntos, y queriendo llevar el
cuerpo a la sepultura, vieron visible y patentemente descender de lo alto a los
gloriosos santos san Esteban protomártir y san Agustín con figura y traje que
todos los conocieron; y llegando donde estaba el cuerpo, lleváronle a la
sepultura, donde en presencia de todos le pusieron, diciendo: tal galardón recibe quien a Dios y a sus
santos sirve.
Durante dos siglos y medio el milagro
siguió vivo en la memoria de los toledanos gracias al sermón que anualmente
daban los agustinos en Santo Tomé, pero no tuvo transcendencia fuera de Toledo.
El cura de Santo Tomé, don Andrés Núñez de Madrid, tras litigar y vencer a los
vecinos de Orgaz que ya no querían pagar la donación anual, e intentar
recuperar la figura de don Gonzalo Ruiz de Toledo y el milagro, se le ocurrió
encargar un gran lienzo que hiciese inmediatamente visible el carácter
funerario de la capilla y la significación del prodigio. En el acuerdo a que
llegó con El Greco el 18 de marzo de 1586 se especificaba el contenido parcial
del lienzo: “…se ha de pintar una procesión de cómo el cura y los demás
clérigos que estaban haciendo los oficios para enterrar a don Gonzalo Ruiz de
Toledo señor de la villa de Orgaz y bajaron San Agustín y San Esteban a
enterrar el cuerpo de este caballero, el uno teniéndolo de la cabeza y el otro
de los pies echándole en la sepultura y fingiendo alrededor mucha gente que
estaba mirando y encima de todo esto se ha de hacer un cielo abierto de
gloria…”. En la parte baja las instrucciones eran precisas de lo que debía
pintar, mientras que en la escena superior se daba gran libertad. El Greco
aprovechó esta circunstancia para crear una de las obras más complejas y rica
de significado, tanto en el sentido formal como el teológico, si bien no quedó
libre del consiguiente pleito por la tasación del cuadro.
La obra quedará estructurada en dos
escenas, la composición de la parte baja rememora con exactitud una misa de
difuntos. El fiel (espectador) es conducido a través del paje, que con su gesto
nos llama la atención. Es el único personaje que tiene una identificación
concreta, en el pequeño pañuelo que lleva en el bolsillo está la firma del
pintor y el año 1578, año del nacimiento de Jorge Manuel, el hijo del cretense,
que al realizar esta composición contaría con nueve años de edad. Sobre un
fondo neutro, creado por la disposición de los testigos, dispone el choque
cromático marcado por la escena central. San Agustín, anciano y barbado, viste
mitra y capa pluvial en la que aparecen representado Santa Catalina, Santiago y
San Pablo, sostiene la cabeza del difunto cuyo cuerpo se dispone a ocupar la
tumba. A los pies, San Esteban la dalmática en la que está bordada la escena de
su martirio.
La presencia de los <<insignes
varones>>, ataviados a la moda del siglo XVI, con el negro español,
refuerzan el valor testimonial del milagro que presencian en silencio y muy
ensimismados. Una gestualidad contenida crea la atmósfera propia del milagro.
El Greco, estilísticamente, resuelve, esta parte baja, con toda la fuerza del
realismo aprendido del arte italiano. Realista es la atención a las texturas y
al cuidado de las superficies.
La irrealidad preside la parte
superior. Lo que abajo es escala humana, arriba se transforma en un canon
descorporeizado. La monocromía más abundante en el funeral, va dando pasos a
luces irreales y colores centelleantes. La quietud inferior da paso al
dinamismo de los escorzos, como el ángel que porta el alma del difunto. La
composición superior se centra en la <<deesis>> bizantina, es
decir, Cristo, la Virgen y San Juan, El Greco se inspira en el texto litúrgico
propio de la misa de difuntos que lee el párroco <<…que los ángeles te
conduzcan al paraíso y que los mártires te reciban a tu llegada y te lleven a
la ciudad de Jerusalén. Que el coro de ángeles te reciba para que puedas
descansar eternamente con el que fuera el pobre Lázaro>>.
El Greco, como ya hiciera Tiziano,
incluye entre los bienaventurados el retrato de Felipe II, en una posible
muestra de generosidad y respeto hacia el monarca que lo había rechazado.
El espectador contempla un teatro
sagrado de múltiples significados. El reconocimiento de las buenas obras, la
intercesión de la Virgen y los santos, la existencia de un juicio individual
del alma, previo al juicio universal. Una lección como quería el Concilio de
Trento, una <<biblia de los iletrados>>. El Greco deja ver todo su
carácter intelectual lo que la convierte en una verdadera parábola, visual y teológica.
David J. Calvo Rodríguez
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